“¡Mátenlos a todos!”


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¿Acaso la inundación de apoyo reciente de parte del puertorriqueño a la pena de muerte puede ser explicada como una mezquindad auto-flagelante? No pasa una hora que en las redes sociales pasen memes, “tweets” y estátuses kilométricos por Facebook pidiendo a viva voz la muerte a los criminales. Son animales, bestias irreconocibles para el resto de la franca sociedad, irreconciliables para los valores conservadores y religiosos que fraguan/ahogan a nuestro pueblo. Son escoria de baja alcurnia que no merecen otra cosa mas que la muerte. Ojo por ojo, diente por diente. Hay que limpiar a la sociedad.
La ironía de tal posición no se le escapa a nadie que tenga algo de facultad cognitiva, o, por lo menos, a su cabeza no atorada dentro de su tracto digestivo. Muchas sociedades han instituido políticas de “limpieza” en el pasado, con trágicas consecuencias. Este es un pueblo que vive cada vez más una desigualdad económica agobiante, donde el mantengo gubernamental del Estado Paternalista ha sido malherido por las maniobras neoliberales del Fortuñato, sin ningún tipo de plan coherente para reponer esos ingresos perdidos, claro está. Para algo sirve la Mano Invisible del Mercado™: para estrangularnos a todos por igual.
Sin embargo, el mantra de la austeridad, tal parece, se ha regado del factor económico al mental. La mayoría de los que he visto opinar a favor de la pena de muerte son personas que NUNCA podrían costear a un abogado de defensa caro o, como es más común en la Isla Putipuerca, comprar a un juez o a veinte policías. No son desarrolladores o hijos de desarrolladores. No son infantes terribles de la Milla de Oro, ni guaynabitos podridos de dinero. Son en su mayoría profesionales jóvenes de mi generación, con generosas deudas en préstamos estudiantiles, recién graduados o a penas neonatos en el mundo laboral. Pero ya son Gente Grande. Ya son nobleza del diploma. Ya pueden dictaminar quien vive y quien muere.
Porque a eso es a donde quiero llegar. Darle la facultad al Estado a que mate por la vía legal, en Puerto Rico, me aterra. Sólo tengo que pensar en ejecuciones como la de Miguel Cáceres Cruz, entre tantas, y una idea aterradora se apodera de mi mente: si la pena de muerte no es legal en estos momentos y se mata con virtual impunidad, ¿se imaginan cómo hubiese terminado la huelga en la UPR? Con la dictadura constitucional que pasa por gobierno en Puerto Rico, imagino que hubiesen firmado una orden de ejecución masiva. Que maten a los mal nacidos.

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Y eso es precisamente el punto central del problema. La pena de muerte es, sencillamente, la expresión más perversa del conflicto entre clases. Pero lo peor de esta realidad es que este conflicto es uno suicida. En Puerto Rico odiamos visceralmente al pobre. No lo queremos ver, oler, imaginar. Es un Otro aterrador, que vive en clanes misteriosos llamados “residenciales”, “barriadas”, y “arrabales”. Es el chivo expiatorio de todos nuestros excesos, de todos nuestros vicios, de todos nuestros pecados. El pobre es culpable de su propia miserable existencia, y por eso nada más merece morir. Obviamente todos son mantenidos, todos son criminales. El judío, perdón, el negro, perdón, el dominicano, perdón, el pobre DEBE ser erradicado.
El pequeño problema con esta idea es que, para aquel minúsculo número de personas con todo el poder político y económico en la isla, el resto de nosotros somos esos negros, esos pobres. Jamás verán a uno de estos señores feudales en el banquillo, mucho menos en la silla eléctrica o el paredón. La justicia no es nada más que ese placebo que nos bajamos a fuerza de Medallas para creernos que hay igualdad de condición entre ciudadanos. La soberanía individual y colectiva es, en realidad, un chiste de mal gusto, y todos somos cómplices de nuestra propia explotación y esclavitud. Ve a Plaza, te vas a sentir mejor.
La pena de muerte no es una panacea. No es más que una herramienta de manipulación populista pregonada en el miedo, el elitismo y la paranoia colectiva de una sociedad consumerista y conservadora en picada. En un estado de supresión ciudadana por la ley y, a la vez, de una impunidad palpable a esta misma ley por parte del elemento criminal organizado (donde incluyo al aparato gubernamental), no es de extrañarse que el “pueblo” aclame por el ajusticiamiento sobre la justicia, al poder desnudo sobre la ley, y a la venganza sobre la sobriedad. En esta condición de bipolaridad forzada, cualquier pueblo escoge ir caminando y cantando, todos juntos de la mano, a la horca.
En ningún lado he visto una discusión sensata sobre el cómo  lidiar con el verdadero factor causante de todo este crimen: la maldita desigualdad social. Perpetuamos el ciclo, y el matar generaciones enteras no va a conseguir nada más que saciar nuestra hambre por venganza, agitada por los mercaderes de la muerte que se sientan en los templos o que publican esos panfletos amarillistas que pasan por “prensa” en este país. Porque no se habla de aquellos adinerados, en su mayoría funcionarios elegidos por este mismo pueblo, que son los que mueven la droga y la meten a los caseríos. Porque no se habla de cómo los verdaderos reyes del crimen son aquellos que viven en mansiones y urbanizaciones de control de acceso, controlan la banca y los medios. No, se trata al cáncer cortando un pedacito del paciente a la vez, en vez de ir directo al tumor.

Como alguien que se identifica con los principios del socialismo libertario, se me hace imposible apoyar la pena capital, y considero que todo aquel que se llame socialista o anarquista y diga favorecer la ejecución de un indivíduo por parte del estado es un totalitario en negación, pues se suscribe a la misma relación de poder que alega condenar. ¿Quieren acabar con el crimen? Abandonen la ignorancia colectiva producto de la infatuación borícua por el Medioevo. Dejen su obediencia ciega al Partido y a la Iglesia. Apaguen a la maldita Comay. Lean, aprendan, no repitan como loros. La educación siempre es la clave para cualquier pueblo. Hasta que no cambiemos estas cosas, no hay pena capital que valga.