POR UN PODER POLÍTICO LIBERTARIO. CONSIDERACIONES EPISTEMOLÓGICAS Y ESTRATÉGICAS EN TORNO DE UN CONCEPTO

(Este articulo sacado del libro Actualidad del Anarquismo se presentan en este blog como una invitación al debate. Por lo tanto, nos interesa muchísimo recibir las impresiones de los lectores del blog Semillas Libertaria. En la medida de los posible pronto los contribuyentes del blog irán esbozando sus opiniones acerca del mismo.)


El anarquismo se encuentra desde hace décadas en una clara fase de estancamiento, que se manifiesta tanto en el plano de la teoría como en el plano de la práctica.

En el plano teórico raras son las innovaciones que se han producido en un pensamiento que se puede calificar, sin duda, como radical pero en el sentido bien particular de que se pega literalmente a sus raíces como si éstas estuviesen embadurnadas con pez, y que encuentra enormes dificultades para desarrollarse y evolucionar a partir de ellas. El anarquismo se ha quedado anclado, en buena medida, sobre unos conceptos y unas propuestas que se forjaron en el transcurso de los siglos XVIII y XIX.

En el plano de la práctica, se puede argumentar que el anarquismo ha penetrado de forma difusa en amplios movimientos sociales informales, implícitamente libertarios, y que por otra parte ha marcado con su sello numerosos cambios sociales. Desgraciadamente, para cada una de las transformaciones de carácter libertario en las que podamos pensar es fácil citar decenas de microevoluciones que van en un sentido explícita o implícitamente totalitario. La sociedad parece desplazarse más bien en dirección a una reducción que hacia un incremento de las libertades y de las autonomías básicas.

Obviamente, este doble estancamiento evidencia un serio problema y parece cuestionar incluso la validez de las propias posturas libertarias. ¿Es posible esbozar algunos elementos para emprender una nueva andadura? Pienso que sí.

En paralelo a consideraciones más fundamentales, que deberían intentar aclarar las condiciones sociales que presiden a la producción de las ideologías y de los movimientos de emancipación social1, entiendo que una posible dinamización del pensamiento y de la acción libertaria pasa necesariamente por una vigorosa operación de exorcismo.

Es absolutamente indispensable exorcizar un conjunto de temas tabúes cuya carga ideológico emocional bloquea cualquier posibilidad de reflexión. Y esta operación de exorcismo es tanto más necesaria cuanto que se trata precisamente de temas constitutivos del núcleo duro2 del pensamiento anarquista.

El concepto poder y, más concretamente, el concepto poder político es uno de los primeros que convendría desacralizar si se quiere desbloquear las condiciones de posibilidades de una renovación de anarquismo. En efecto, se ha vuelto usual recurrir a los posicionamientos sobre la cuestión del poder como uno de los principales criterios que permiten discriminar entre las posturas libertarias y las que no lo son. Coincido plenamente en que la cuestión del poder constituye el principal elemento diferenciador entre los grados de libertarismo que presentan los distintos pensamientos socio-ideológicos, así como de las distintas actitudes sociopolíticas, tanto individuales como colectivas.

Sin embargo, lo que no me parece en absoluto aceptable es considerar que la relación del pensamiento libertario con el concepto de poder sólo se pueda formular en términos de negación, de exclusión, de rechazo, de oposición, o incluso de antinomia. Es cierto que existe una concepción libertaria del poder, es falso que ésta consista en una negación del poder. Mientras esto no sea asumido plenamente por el pensamiento libertario, éste permanecerá incapaz de abordar los análisis y

las prácticas que le permitirían hacer mella sobre la realidad social.

EL CONCEPTO DE PODER

La polisemia del término poder y la amplitud de su espectro semántico constituyen condiciones que favorecen los diálogos de sordos. En los debates se observa frecuentemente cómo los diversos discursos tan sólo alcanzan a yuxtaponerse en lugar de articularse los unos con los otros, porque tratan en realidad de objetos profundamente diferentes, confundidos por el recurso a una misma palabra: el poder. Resulta, por lo tanto, útil acotar el término poder antes de abordar su discusión. Dando por supuesto, claro está, que esto no implica que se pueda desembocar en una definición objetiva y aséptica de la palabra poder, ya que se trata de un término políticamente cargado, analizado desde un lugar político preciso, que no puede aceptar una definición neutra.

En una de sus acepciones, probablemente la más general y diacrónicamente primera, el término poder funciona como equivalente de la expresión capacidad..., es decir, como sinónimo del conjunto de efectos cuyo agente, animado o no, puede ser la causa directa o indirecta. Es interesante observar que el poder se define de entrada en términos relacionales, ya que para que un elemento pueda producir o inhibir un efecto es necesario que se establezca una interacción.

Imagino que nadie, libertario o no, desea discutir este tipo de poder y que nadie considera útil cuestionarlo o incluso destruirlo. Queda claro que no existe ningún ser desprovisto de poder y que el poder es, en este sentido, consustancial con la propia vida.

En una segunda acepción la palabra poder se refiere a un determinado tipo de relación entre agentes sociales, y es habitual caracterizarlo entonces como una capacidad disimétrica, o desigual, que tienen esos agentes de causar efectos sobre el otro polo de la relación establecida. No creo que sea conveniente entrar aquí en niveles más finos de análisis y preguntarse, por ejemplo, si para que sea legítimo hablar de una relación de poder la producción de estos efectos debe ser intencional o no, eficaz o no, deseable o no, etc. (Para un análisis detallado véase mi Poder y Libertad. Barcelona, Ed. Hora. 1983.).

En una tercera acepción el término poder se refiere a las estructuras macrosociales y a los mecanismos macrosociales de regulación social o de control social. Se habla en este sentido de aparatos o de dispositivos de poder, de centros o de estructuras de poder, etcétera.

Mantengo que no tiene sentido abogar por la supresión del poder en cualquiera de los niveles en el que éste se manifiesta, y que esto, que es válido y evidente para el primer nivel (el poder como capacidad) es también valido, aunque menos evidente para los otros niveles mencionados.

En otros términos, el discurso acerca de una sociedad sin poder constituye una aberración, tanto si nos situamos desde el punto de vista del poder como capacidad (¿qué significaría una sociedad que no podría nada?), como si nos situamos en la perspectiva de las relaciones disimétricas (¿qué significarían unas interacciones sociales sin efectos disimétricos?), o, finalmente, si contemplamos el poder desde el punto de vista de los mecanismos y estructuras de regulación macrosociales (¿qué significaría un sistema, y la sociedad es obviamente un sistema, cuyos elementos no se verían constreñidos por el conjunto de las relaciones que definen precisamente el sistema?). Las relacione de poder son consustanciales con el propio hecho social, le son inherentes, lo impregnan, lo constriñen al mismo tiempo que emanan de él. A partir del momento en el que lo social implica necesariamente la existencia de un conjunto de interacciones entre varios elementos, que, de resultas, forman sistema, hay ineluctablemente efectos de poder del sistema sobre sus elementos constitutivos, al igual que hay efectos de poder entre los elementos del sistema.

Hablar de una sociedad sin poder político es hablar de una sociedad sin relaciones sociales, sin regulaciones sociales, sin procesos de decisión social, es decir, es hablar de un impensable porque resulta reiterativamente contradictorio en términos.

Si introduzco aquí el calificativo político para especificar el término poder, es porque lo político, tomado en su acepción más general, remite simplemente a los procesos y a los mecanismos de decisión que permiten que un conjunto social opte entre las distintas alternativas a las cuales se enfrenta y, también, los procesos y los mecanismos que garantizan la aplicación efectiva de las decisiones tomadas. Queda claro que existe, en este sentido, una multiplicidad de modelos de poder político.

Cuando los libertarios se declaran contra el poder, cuando proclaman la necesidad de destruir el poder y cuando proyectan una sociedad sin poder, no pueden sostener una absurdidad o un impensable3. Es probable que cometen simplemente un error de tipo metonímico y que utilizan la palabra poder para referirse en realidad, a un determinado tipo de relaciones de poder, a saber, y muy concretamente, al tipo de poder que encontramos en las relaciones de dominación, en las estructuras de dominación, en los dispositivos de dominación, o en los aparatos de dominación, etc. (tanto si estas relaciones son de tipo coercitivo, manipulador u otro).

Aun así, no habría que englobar en las relaciones de dominación el conjunto de las relaciones que doblegan la libertad4 del individuo o de los grupos. No solamente porque eso volvería a trazar una relación de equivalencia entre las relaciones de dominación y las relaciones de poder (puesto que todo poder político, o societal, es necesariamente constrictivo), sino también porque la libertad y el poder no están en absoluto en una relación de oposición simple. En efecto, es cierto que las relaciones de poder (que son inherentes a lo social, no lo olvidemos) doblegan la libertad del individuo, pero también es cierto que la hacen posible y que la incrementan. Es en este sentido que deberíamos interpretar la preciosa expresión según la cual mi libertad no se detiene donde comienza la de los demás, sino que se enriquece y se amplía con la libertad de éstos.

Es obvio que la libertad del otro me constriñe (no soy libre en todo aquello que puede recortar la suya) pero también es obvio que mi libertad necesita la libertad del otro para poder ser (en un mundo de autómatas mi libertad se encontraría considerablemente mermada). Poder y libertad se encuentran pues en una relación inextricablemente compleja, hecha simultáneamente de antagonismo y de mutua potenciación.

Volviendo al centro del problema, sería más exacto decir que los libertarios están, en realidad, en contra de los sistemas sociales basados en relaciones de dominación (en sentido estricto): ¡abajo el poder! debería desaparecer del léxico libertario en favor de ¡abajo las relaciones de dominación!, quedando por definir entonces las condiciones de posibilidad de una sociedad carente de dominación.

Si los libertarios no están en contra del poder, sino en contra de un determinado tipo de poder, deberían admitir lógicamente que son por lo tanto partidarios de una determinada variedad poder que es conveniente (y exacto) llamar: poder libertario, o más concretamente poder político libertario. Es

decir que son partidarios de un modo de funcionamiento libertario de los aparatos poder, de los dispositivos poder y de las relaciones de poder que conforman toda sociedad.

Aceptar el principio de un poder político libertario puede generar dos tipos de efectos:

El primero es ponernos en las condiciones, y en la obligación, de pensar y analizar las condiciones concretas del ejercicio de un poder político libertario tanto en el seno de una sociedad con Estado como en el seno de una sociedad sin Estado.

La solución de facilidad consiste, obviamente, en declarar que es necesario destruir el poder, lo cual evita la difícil tarea de tener que delimitar cuáles son las condiciones de funcionamiento de un poder libertario y cuáles son los métodos de resolución de los conflictos en una sociedad no autoritaria5, así mismo la focalización sobre el Estado y la exigencia de su desaparición permite eludir el hecho de que incluso sin Estado las relaciones y los dispositivos de poder siguen presentes en la sociedad. Claro que si estamos convencidos de que con la desaparición del Estado también desaparece el poder, ¿para qué preocuparnos entonces de este último?6.

El segundo tipo de efecto podría consistir en volver, finalmente, posible, la comunicación entre los libertarios y su entorno social. En efecto, si la gente no comprende el discurso libertario, si se muestra insensible a sus argumentos, si no comparte sus inquietudes, no es, ciertamente, culpa de la gente, es culpa de los libertarios. El sentido común popular tiene razón cuando sigue mostrándose impermeable a las argumentaciones libertarias contra el poder. ¿Seguiría haciendo oídos sordos ante propuestas que no hablarían de suprimir el poder, sino simplemente de transformarlo?

Soy consciente de que este tipo de planteamiento puede evocar un reformismo libertario, y mucho me temo que esta impresión crecerá aun más cuando sugiera ahora que para establecer una comunicación entre los libertarios y la sociedad no basta con proponer un cambio en las relaciones de poder, sino que es necesario, además, volver creíbles las posibilidades de cambio y programar, aunque sólo sea de manera difusa, su realización efectiva. La primera condición para que un cambio sea creíble es que sea efectivamente posible y esto traza los límites de un programa libertario eficaz.

PARA UNA ESTRATEGIA LIBERTARIA MINIMAX

Por poco que el rumbo de la sociedad sea modificable8, aunque sólo sea parcialmente, está claro que una influencia libertaria sólo puede impulsar cambios efectivos en dirección a una libertarización del poder político si una parte considerable de la población es favorable a esos cambios y actúa en ese sentido.

Una estrategia libertaria de tipo reformista supone necesariamente la existencia de un movimiento de masas que se puede calificar de considerable, en la medida en que debería agrupar millones de personas en un país como Francia y decenas de millones en un país como los Estados Unidos. ¿Es esto imposible? Completamente imposible, si estamos pensando en millones de militantes libertarios, pero perfectamente posible si nos referimos a una corriente de opinión que se manifieste de manera más o menos episódica y de manera más o menos coherente, digamos incluso con un perfil bajo de coherencia libertaria. Aun así, sería necesario que los libertarios contribuyesen a posibilitar esta amplia base libertaria popular abandonando su habitual estrategia maximalista expresada en términos de todo o nada.

Una extensa corriente de opinión libertaria, o si se prefiere, una masa crítica libertaria en el seno de la sociedad, no puede constituirse sino es a partir de una serie de propuestas que sean a la vez:

– creíbles para grandes cantidades de gente,

– eficaces, en el sentido de que los cambios propuestos puedan ser efectivamente alcanzados en unos plazos razonables y que sean suficientemente motivadoras.

Estas propuestas deben estar en consonancia con el carácter necesariamente híbrido de estos movimientos populares amplios, no del todo libertarios, no constantemente libertarios. Para eso resulta indispensable revisar una serie de principios tales como la no participación sistemática en cualquier tipo de proceso electoral, o la negativa a disponer de liberados retribuidos siempre que su carácter rotativo sea escrupulosamente respetado, o el rechazo sistemático de alianzas con los sectores no libertarios de los movimientos sociales etc. (sobre todo teniendo en cuenta que estos principios que convendría revisar no son constitutivos del núcleo duro del pensamiento libertario).

Dicho esto, apostar exclusivamente sobre una estrategia reformista sería del todo insostenible, por varias razones.

La primera es que resulta absolutamente simplificador oponer tajantemente reformismo y radicalidad. Al igual que en el caso del concepto complejo poder/libertad, existe en este caso un entrelazamiento inextricable entre las distintas partes de un conjunto (reformismo/radicalismo) que sólo se puede escindir en apariencia, o en un determinado nivel de realidad pero no en otros.

En efecto, reformismo y radicalismo se alimentan el uno al otro, se oponen y, simultáneamente, se complementan. El reformismo puede producir efectos perversos que conlleven consecuencias radicales, al igual que el radicalismo puede propiciar regresiones o reformas.

La segunda razón se basa en el hecho de que la acción radical suele incrementar su eventual eficacia, o incluso adquirirla, en la medida en que existe una esfera de influencia que fertiliza previamente el terreno donde se ejerce.

La tercera razón parte del supuesto que las posturas y las acciones radicales pueden constituir el equivalente social de las interacciones aleatorias y de las fluctuaciones locales que hacen evolucionar espontáneamente determinados sistemas fisicoquímicos hacia nuevo órdenes radicalmente distintos y novedosos (analogía con la creación de orden por el ruido, orden por fluctuaciones, complejidad por el ruido, etc.). Resulta que la sociedad es un sistema abierto suficientemente complejo (en el sentido técnico del término) y que se sitúa suficientemente lejos del equilibrio para que sea estrictamente imposible prever las posibles consecuencias de tal o cual acción radical, ejercida en tal o cual punto del tejido social (véase, en particular, mayo del 68). En este sentido, parece que solamente la acción radical puede ampliar las fluctuaciones sociales locales hasta provocar emergencias incompatibles con el orden social instituido y que lo transformen de manera profunda.

No hay que olvidar, sin embargo, que la acción radical presenta siempre un doble filo, ya que, como la sociedad es un sistema abierto, autoorganizador, resulta que las disfunciones (el ruido) introducidas por la acción radical permiten, paradójicamente, una mayor adaptabilidad del sistema instituido, y una mayor resistencia frente a lo que amenaza con desestabilizarlo.

La cuarta razón se basa en que el radicalismo permite mantener conceptos, propuestas y cuestionamientos que, de otro modo, serían fácilmente digeridos y recuperados por los modelos sociales dominantes gracias al proceso depredigestión que se encargan de llevar a cabo los movimientos reformistas, un poco como ocurre con las vacunas.

La quinta razón se refiere a la experiencia histórica. Ésta parece poner de manifiesto que es gracias a la coexistencia de amplios sectores blandos, ideológicamente inseguros, de una coherencia oscilante etc. con sectores radicales, duros, intransigentes, etc., que se produjeron las situaciones más favorables para propiciar cambios sociales profundos (véase España 1936).

Dicho esto, está claro que la indispensable dialéctica entre radicalismo y reformismo reviste un carácter intensamente problemático.

En efecto, es necesario impedir que el reformismo quiebre las tentativas radicales creando en torno de ellas un colchón amortiguador que cancele sus efectos desestabilizadores. Al igual que es necesario impedir que las tentativas radicales sieguen la hierba bajo los pies de los reformistas imposibilitando su tarea.

Asimismo es necesario impedir que las innovaciones conceptuales de los reformistas terminen por desdibujar el núcleo duro del cual han surgido y el fondo de crítica radical que yace en los grupos doctrinarios, al igual que es necesario impedir que la intransigencia doctrinaria de los sectores radicales bloquee las posibilidades de innovación teórica que aportan los reformistas.

En cualquier caso, parece esencial, y eso es quizás lo más difícil de todo, que radicales y reformistas se acepten mutuamente como elementos a la vez antagónicos y complementarios, y como, irreduciblemente, enemigos y aliados en un proceso en el que ambos se necesitan.

Para concluir, quiero precisar que no he pretendido hacer un planteamiento de corte dialéctico, sino expresar mi profunda convicción de que, mientras no sepamos concebir la complejidad irreducible de las realidades, seremos incapaces de enfrentarlas con éxito.



Por Tomás Ibáñez Gracia de Actualidad del Anarquismo

NOTAS:

1 ¿Por que, y cómo, se produce el pensamiento libertario? Sería interesante

tratar el anarquismo como un objeto social que obedece a ciertas condiciones

de producción (¿cuáles?), que asegura ciertas funciones sociales (¿cuáles?)

y que produce a su vez ciertos efectos sociales e ideológicos (¿cuáles?).

El hecho de que el marxismo haya tratado estas cuestiones de manera

lamentable no retira nada de su interés. En éstas radica quizá la explicación

de por qué el anarquismo se caracteriza por una ausencia de efectos

acumulativos tanto a nivel organizativo como ideológico o social.

2 Me parece urgente definir cuál es el núcleo duro del pensamiento libertario y

cuáles son los elementos negociables, que forman su cinturón protector. La

confusión entre estos dos niveles implica a veces actitudes inútilmente

sectarias.

3 Sin embargo, sería necesario ver si el propio grito contra el poder no

constituye, en el imaginario social, una manera de impugnar, por desplazamiento,

el propio nudo social, es decir, finalmente, de impugnarse a sí

mismo en tanto que ese grito ya forma parte, necesariamente, de lo

instituido.

4 Seguramente sería necesario dedicar un seminario como éste al tema de la

libertad. Uno de los conceptos de mayor dificultad, puesto que plantea el

problema de los sistemas autorreferenciales, cerrados sobre ellos mismos en

forma de bucle.

5 Aprovecho la ocasión para hacer hincapié en la urgencia de abandonar la idea,

profundamente totalitaria, de una sociedad armoniosa, desprovista de

conflictos.

6 Es probable que el funcionamiento libertario de un poder libertario pase por

establecer mecanismos oscilatorios que impidan la cristalización de una

direccionalidad fija en las relaciones de poder, o que impidan los efectos de

autoconsolidación del poder..., pero esto es otra cuestión.

7 No utilizo este término en el sentido técnico que reviste en economía o en la

teoría de los juegos, lo uso de manera puramente analógica.

8 Que lo sea efectivamente es otra cuestión, pero si no es modificable, aunque

sea mínimamente, entonces hay que decir adiós a todas nuestras elucubraciones

militantes...



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2 comentarios:

  1. POR UN PODER POLÍTICO LIBERTARIO. CONSIDERACIONES EPISTEMOLÓGICAS Y ESTRATÉGICAS EN TORNO DE UN CONCEPTO

    En principio, lo de la reconceptualización del discurso anarquista esta bien. En particular, lo concerniente a las diferentes categorías del poder. El poder como capacidad, el aunar el poder de todo el colectivo como, la suma de todas las capacidades del mismo. En cuanto al programa anarquista, esta discusión se dio desde hace mucho tiempo y es parte de la Historia del mismo. Recuerdo fragmentos del intercambio de ideas sobre el particular entre, Néstor Makno, el “técnico militar” (por no usar la palabra líder. El nombre o como se referían a él los campesinos era Bakto) del Ejercito Insurreccional y Malatesta. Sobre el particular hay un sinnúmero de cartas que tratan este tema, por mencionar a modo de ejemplo. La opinión en algunos círculos es que, debe de haber un programa, que sea general y que se pueda enmendar sobre la marcha. Sobre el reformismo también se han escrito ríos de tinta. Anterior a la Revolución Social Española y durante la misma, estas dos corrientes del anarquismo, “el núcleo duro” y “los reformistas” chocaron en un sinnúmero de veces. El momento mas trascendental según mi opinión fue, cuando después que los anarquistas y anarco sindicalistas de la CNT/FAI tuvieron que decidir entre; el ir a por el todo (implantar por mayoría el programa Comunista Libertario) o, “primero ganar la guerra” y luego hacer la Revolución Social. La opinión del núcleo duro era, “ir a por el todo”. Es mi opinión que, cuando se tiene la mayoría, se debería ir a por el todo. En otras circunstancias, la negociación se impone.

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  2. Todo proyecto de organización y cooperación de un grupo político debe de estar fundamentado en unos principios que no pongan en peligro los postulados ideológicos de esa organización. Es como viajar juntos en un vehiculo lleno de pasajeros, cada cual se bajara en la estación o parada que le convenga. Para nosotros los anarquistas la parada es, el anarquismo.

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